Aprender a pensar desde otras áreas, no solo Filosofía

Aprender a pensar desde las ciencias, la historia o el arte

Asignarle de forma exclusiva a la filosofía el papel de enseñar a pensar es una simplificación que no se sostiene y parece responder, en cierta medida, a intereses corporativos.

Marilar Aleixandre

Profesora de la Universidad de Santiago de Compostela.

6 de abril de 2022 


En el divertidísimo poema de Lewis Carroll La caza del Snark, el capitán del barco que navega buscando el imaginario animal, afirma rotundamente: “sin discusión es cierto / lo que tres veces digo”. Hay consenso, o casi, sobre la importancia de aprender a pensar, en particular de aprender a pensar críticamente. En coherencia con estos fines, el debate sobre cómo desarrollar este pensamiento debería proceder mediante argumentos fundamentados más que por repetición de consignas, según el llamado síndrome Snark. Propongo discutir de forma crítica el tan repetido enunciado de que la filosofía es la materia que enseña a pensar. Mi argumento es, primero: a pensar se aprende, no solo en las aulas, sino también en la familia, la sociedad, y a través de los medios de comunicación y las redes sociales; a veces distintos contextos emiten mensajes contradictorios y el que tiene mayor influencia no es el escolar. Segundo, se aprende a pensar en distintas materias, dependiendo de la forma en que se enseñen. Tercero, el vigente programa de filosofía del bachillerato –el nuevo aún no es público– adolece de serias deficiencias que hacen dudar de si favorece un pensamiento crítico. No es mi objeto desmontar bulos, como que la nueva ley educativa elimina la filosofía, que será obligatoria en los dos cursos de bachillerato; para comprobarlo es suficiente consultar el BOE. Sí creo necesario apuntar que el estatus de optativa no equivale a “eliminación”; en otro caso cabría hablar de eliminación de las ciencias experimentales, optativas desde 4º de ESO: el alumnado puede decidir no estudiar ninguna materia de ciencias desde los 15 años. 

La argumentación y el pensamiento crítico –a lo que he dedicado tres décadas de investigación– consisten en que las personas construyan sus propios juicios en base al análisis de pruebas y premisas. De no ejercerse, lo que se emiten son, en el mejor de los casos, primeras impresiones, en las que algunas personas confían para juzgar a otras, “intuiciones”, meras opiniones; en el peor, prejuicios o dogmas. El desarrollo del pensamiento crítico es complejo, desconfiemos de recetas simples. Hay toda una corriente de estudios que muestran cómo argumentación y pensamiento crítico se desarrollan mediante la práctica, en otras palabras, participando en proyectos –a veces a lo largo de semanas– sobre problemas o dilemas como pueden ser algunos de relevancia científica y social, las fuentes de energía, el cambio climático, o el determinismo genético y el racismo; evaluando pruebas, desarrollando criterios para distinguir las pruebas sólidas de las anecdóticas. Esto puede llevarse a cabo –y se lleva– en clases de ciencias, historia, lengua, historia del arte, o filosofía, no siendo útil, en cambio, fiarlo todo a leer o escuchar lecciones magistrales sobre el razonamiento. Asignarle de forma exclusiva a la filosofía el papel de enseñar a pensar es una simplificación que no se sostiene y parece responder, en cierta medida, a intereses corporativos. En distintos países se ha estudiado este lugar común, por ejemplo, Claudia Álvarez Ortiz en su tesis doctoral, o Huber y Kuncel, que analizaron 71 investigaciones. Las investigaciones no sustentan el papel preeminente de la filosofía, aunque sí el impacto positivo de más años de estudio, sea de filosofía o de otras materias. Una parte importante del aprendizaje de las ciencias es el llamado conocimiento epistémico, es decir aprender a explicar las formas en que hemos llegado a saber lo que sabemos, que la Tierra gira en torno al Sol, o que todos los seres vivos tenemos un origen común –llevando la contraria a la intuición y al dogma–, y la relevancia del compromiso con las pruebas; esta es una de las grandes contribuciones de la ciencia a la cultura y el pensamiento contemporáneos.

En cuanto al programa de filosofía de bachillerato, hoy vigente, puede decirse que ignora corrientes de pensamiento (…) novedosas y actuales (…). No hay ninguna referencia a la discriminación de las mujeres –no una minoría, sino la mitad de la población–, aunque sí a los prejuicios etnocéntricos o por motivos físicos. Se recomienda la lectura de 50 filósofos y de ninguna filósofa: se diría que pensadoras como Hannah Arendt no han existido. Los conceptos acuñados por filósofas (…) como Simone de Beauvoir, Gerda Lerner, Kate Millett o Sara Ahmed están ausentes, un ejemplo de lo que Miranda Fricker ha llamado injusticia epistémica, la dificultad para interpretar experiencias sin las nociones adecuadas. En el bloque de filosofía de la ciencia se echan de menos nombres como Sandra Harding o Helen Longino. Confiemos en que el nuevo currículo corrija al menos este sesgo, que borra las contribuciones (…) de las mujeres a un pensamiento guiado por la equidad y la aspiración a ser libres. Para la compleja tarea de desarrollar el pensamiento crítico es necesaria la cooperación, nada sobra.

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